Casi a diario, en alguna de las conversaciones con familia y amistades aparece la ansiedad como algo que estamos sufriendo en estos días. Desde CDC (Centers for Disease Control and Prevention) señalan el lidiar con el estrés como un factor clave en un brote epidémico como éste y da indicaciones de cómo actuar. La Asociación Española de Neuropsiquiatría también ha elaborado una Guía de apoyo psicosocial. Yo no soy ni psiquiatra ni psicóloga, y se me da regular el gestionar la ansiedad, así que es algo que está siendo un aprendizaje forzado en este tiempo.
Hace poco, la periodista y amiga Pilar Almenar, escribía en un microrrelato: «comunicarme no suele ser para mí un problema… pero estas semanas me ha costado mucho estar otra vez comunicativa. ¿Cómo dejar salir los pensamientos (y cuáles) cuando tu cerebro parece el atasco de una autopista en operación salida?”.
En nuestro laboratorio llevamos un tiempo estudiando lo que le pasa al cerebro cuando hay ansiedad. Aún no la entiendo bien, por eso la observo desde la ciencia e intento no hacerlo como tertuliana. Durante este confinamiento estoy experimentando esa misma sensación de ser incapaz de dejar salir los pensamientos y las emociones. Ese «¿cómo estás? – No sé». Por eso necesito datos para poner orden y, quizás, hacer fluir el atasco.
Al margen de las consecuencias directas en la salud de las personas afectadas por el COVID-19, experimentar la epidemia y el confinamiento provoca estrés y ansiedad en muchas personas. Quique Lanuza explicó aquí por qué tenemos miedo al coronavirus y por qué, en este caso, nuestro cerebro no nos ayuda mucho. El temor a infectarnos, a que caigan enfermos los seres queridos e incluso a la muerte, la responsabilidad de cuidar a los demás, la frustración de no poder cuidar a quienes queremos, las dificultades económicas y de convivencia, el aislamiento, las dificultades de conciliar el trabajo con el cuidado familiar… son causas de estrés claras.
Ojo, estrés y ansiedad no son lo mismo. El estrés no es algo necesariamente malo. Es una reacción natural ante algo que nos saca de nuestra situación de confort (un estresor) y pone a nuestro organismo en un estado de alerta elevada que permite procesar al máximo los estímulos del entorno para analizar la situación. Bajo estrés, nuestra amígdala (la alarma del cerebro) se activa, nuestro hipocampo busca recursos en nuestra memoria de experiencias pasadas o imaginadas y nuestra corteza prefrontal (la que está detrás de la frente, la más avanzada y más desarrollada en la especie humana, responsable de las más altas tareas cognitivas, la toma de decisiones, el control de impulsos) se prepara para tomar decisiones rápidas. Para luchar, huir o hacernos los muertos según nuestras posibilidades (fight, flight or freeze que dicen en inglés). La palabra misma viene del concepto físico de estrés, que es algo así como la presión que puede soportar un cuerpo sin deformarse ni romperse (igual estoy diciendo una barbaridad, no es mi campo).
Pero no es lo mismo un estrés puntual que uno mantenido en el tiempo. Si nos encontramos ante un estresor puntual y encontramos una salida exitosa al asunto, nuestro cerebro nos premia, se relaja y aprende de la experiencia.
Un ejemplo que me gusta usar en clase: si en nuestro campo visual percibimos algo largo y ondulante que se mueve por el suelo, nuestro cerebro nos puede alertar por poder tratarse de una amenaza (“¡¡¡¿¿serpiente, qué hago si hay una serpiente aquí??!!!”). Lo más antiguo de nuestro encéfalo libera neurotransmisores que aumentan la alerta y la atención, nuestra amígdala (la alarma del cerebro) se activa. La alerta de nuestro cerebro se traduce en dirigir toda nuestra atención hacia el estresor.El resto de nuestro cuerpo se prepara para una posible lucha o huída (adrenalina, el corazón se activa para bombear sangre a nuestros músculos, los pulmones trabajan más para oxigenarnos, se nos corta la digestión que ahora no toca). Miramos la cosa ondulante con atención: «anda, era sólo un cable que alguien estaba recogiendo». Fin. Liberación de neurotransmisores con señal de “ya está, no era para tanto”. Llegamos a un punto importante: nuestra corteza prefrontal. Pues bien, nuestra corteza prefrontal recibe la señal de calma y frena la reacción instintiva de salir corriendo o arrearle con un palo a la presunta serpiente. Y nuestro cerebro nos premia por haber acabado exitosamente con ese estrés: experimentamos una calma placentera. Durante estos días seguro que hemos superado motivos de estrés de forma exitosa, algunas cosas las habremos gestionado bien y habremos aprendido de la experiencia.
Quedémonos con esto, porque en ocasiones futuras podemos volver a necesitar de lo que hemos aprendido. Esperemos estar aprendiendo de la experiencia.
El problema aparece cuando no encontramos una solución al estresor al que nos enfrentamos porque es algo nuevo o porque no tenemos recursos suficientes, o cuando éste aparece de manera continuada en el tiempo (estrés crónico), o cuando aparecen estresores diferentes, inesperados e incontrolables. Todo esto nos saca del confort de manera mantenida y nos genera ansiedad, aunque la ansiedad también puede manifestarse frente a un estrés puntual, agudo. El estrés crónico y la ansiedad pueden llevarnos a la depresión además de exacerbar muchas otras enfermedades neurológicas, psiquiátricas, adicciones, trastornos de la alimentación… porque alteran el funcionamiento de la amígdala, el hipocampo y la corteza prefrontal. De hecho, varios modelos experimentales bastante cafres consisten en generar un estrés inevitable (para el que no hay solución) y eso lleva a algo bastante parecido a la depresión. No hay señal de fin del estrés, la amígdala mantiene su activación, el hipocampo sigue buscando recursos sin éxito (y no podemos pensar en nada más: “coronavirus, coronavirus”). El atasco en la autopista del cerebro. Si tu corteza prefrontal llega a la conclusión que no hay solución hagas lo que hagas, te dice que abandones. Por el contrario, la resistencia a la ansiedad mejora la resiliencia, las ganas de salir adelante.
Además, para acabar de redondear el asunto, se sabe desde hace mucho que el estrés altera el sistema inmune, y eso ahora mismo no nos viene nada bien, así que conviene buscar soluciones para minimizar sus efectos sobre nuestra salud, mental y física.
La intención al empezar a escribir esto no es invitar al abandono, sino pensar en claves desde la neurociencia de cómo controlar la ansiedad, ya que nuestros recursos para salir de ésta no son más que cuidarnos, cuidar a la comunidad y esperar.
Tanto al controlar el estrés como al entrar en pánico o abandonarnos, nuestra corteza prefrontal tiene un papel fundamental. Ocurre que, durante el estrés y la ansiedad, la amígdala se nos activa a lo bruto. La alarma. La amígdala asigna un valor emocional a lo que percibimos y experimentamos. Si la amígdala está on fire, cualquier estímulo nos parecerá emocionalmente muy intenso. Y sentiremos miedo, ansiedad, depresión. Y nuestro entorno, nuestra forma de vida, la forma en que se nos hace llegar la información puede hacer que nuestra amígdala esté permanentemente encendida. Esto nos lleva a la primera idea: intentemos acallar a la amígdala.
Una confesión: soy radicalmente anti-tele. La tele es el mejor instrumento para generar miedo, para encender la amígdala. La forma en que se narra, la selección de noticias, la forma de encadenarlas, la combinación de imágenes y sonido, lo estimulante… son de manual de la Doctrina del Shock: una estrategia de control social. No quiero decir con esto estar desinformadas, al revés: hay que seleccionar buenas fuentes. La exposición repetitiva a contenidos violentos provoca una hiperactivación de la amígdala (esto se ha llamado el trastorno de estrés posmoderno y puede conducir a depresión). Una pista entonces para reducir la ansiedad: apaga la tele. Si quieres informarte, busca prensa. No toda, ni a todas horas, ni cualquiera. No la que te haga subir la tensión. No la que te cabrée. Si te cabrea es que te activa a la amígdala.
Otra vía para intervenir: tanto en ansiedad como en depresión (que son primas hermanas y comparten una gran comorbilidad) hay una zona de la corteza prefrontal que se hiperactiva. Interviene en la rumiación (en el darle vueltas a lo mal que está todo). Esa zona, la corteza subgenual, no es casualidad, está conectada con la amígdala y con otras regiones “emocionales”. En personas que la tienen lesionada (por un ictus, por ejemplo), hay una menor incidencia de depresión. De hecho, hay una técnica quirúrgica usada en depresiones resistentes al tratamiento (las que no ceden pese a los fármacos o incluso a los electroshocks) que consiste en bloquear esta zona mediante electricidad (como un marcapasos). Cuando se usa, los síntomas de ansiedad y depresión desaparecen. De golpe. Y funciona muy bien. En nuestro laboratorio estamos intentando entender mejor por qué funciona. No voy a proponer hacer esto en casa, pero nos da una pista: interesa calmar esta zona. ¿Cómo? No lo tengo claro sin usar electrodos ni drogas, pero sí tengo algunas sospechas. Esta zona, cuando funciona bien, genera unas ondas muy lentas que aparecen durante el sueño. Dormir reduce la conectividad entre la amígdala y la corteza subgenual, reduce la ansiedad, mejora las funciones cognitivas (concentrarse, por ejemplo) y ayuda al sistema inmune. Procura dormir. Dejo aquí también el enlace a un artículo que recoge recomendaciones generales para reducir los problemas de sueño asociados al estrés que genera el COVID-19.
Ocurre también que hay otra zona de la corteza prefrontal que, al revés, funciona cuando estamos realizando tareas más “objetivas” que requieren toma de decisiones (la corteza prefrontal dorsolateral). Decisiones objetivas, no trascendentales (“¿dónde pongo esta pieza?”). Y en personas en que esta región se activa más, la incidencia de depresión es menor. Potenciar la actividad de esta zona podría ayudar también a reducir la ansiedad: de ahí que haya a quien meditar, hacer puzzles, cocinar, tejer, aprender otro idioma o programar código le calma. Por tanto: busca tareas que te requieran un esfuerzo mental. En el caso de la meditación (mindfulness), cada vez estoy más convencida de que no es una neurochorrada. La meditación cambia la conectividad y la actividad en la corteza prefrontal, mejora procesos cognitivos como la capacidad de atención y la memoria y ayuda a regular la emoción. Incluso es útil para prevenir la demencia.
Una cosas más: el ejercicio físico tiene efectos ansiolíticos en personas con problemas de estrés y ansiedad. Ahora el ejercicio está limitado, pero siempre se puede poner música y bailar. Siempre nos quedará bailar.
No sirve de nada negar la ansiedad, hay que identificar qué nos la provoca, observarla, buscar aquello que nos ayude a reducirla (y mucho mejor si conseguimos hacerlo sin atiborrarnos de comida, alcohol y otras drogas).
Y apoyarnos, mucho.
Cuidaos.